De Peñarol a Peñarol
Texto de Santiago Segurola, periodista deportivo español de larga trayectoria en el diario El País de Madrid. También es columnista en la sección deportiva del Diario La Nación de Argentina.
A TODOS LOS PEÑAROLENSES:
Participé días pasados en un semanario en la ciudad de Santander (España), sobre la cultura iberoamericana, en que estuvo presente el fútbol. El periodista Santiago Segurola, figura consular del periodismo cultural y deportivo, escribió esta página, que quiero compartir con todos Ustedes.
JULIO MARIA SANGUINETTI
De Peñarol a Peñarol
Aprovechando la presencia del presidente Sanguinetti quiero referirme a una experiencia relacionada con el carácter mítico y misterioso del fútbol, condición que ha perdido casi totalmente en la actualidad. No hace tanto, al fútbol se accedía a través del equipo de tu ciudad o de tu barrio. Allí se forjaban los colores que nunca más te abandonan. Mis primeros colores eran los del Barakaldo, el equipo de mi pueblo, un orgulloso pueblo obrero de la margen izquierda de la ría de Bilbao. Los colores eran amarillo y negro, o como se decía entonces: gualda y negro. A ese equipo le llamaban Peñarol, por razones desconocidas para mí, que sólo era un crío de cuatro o cinco años.
La razón de ese apodo se debía, naturalmente, al prestigio de otro equipo con la casaca amarilla y negra. Era el Peñarol de Montevido, al que probablemente ningún baracaldés había visto en su vida. Nos separaban 11.000 kilómetros de distancia y un océano. Aunque el fútbol estaba en contínua expansión, todavía era un fenómeno pequeño y controlable. En la televisión, que apenas llegaba a un 15% de los hogares, sólo se emitía un partido a la semana de la Liga española y los que jugaba el representante español en la Copa de Europa, generalmente el Real Madrid.
Al fútbol también se accedía por los sueños infantiles. Oíamos hablar de jugadores y equipos maravillosos, casi todos lejanos. El Santos, Flamengo, Boca Juniors, River Plate o San Lorenzo de Almagro. A nosotros, nuestros padres nos contaban historias formidables de los jugadores de la selección vasca que recorrió Suramérica para recaudar dinero para el Gobierno Vasco durante la guerra civil. Por ejemplo, Angel Zubieta, tío de Miguel Zugaza, ex director del Museo del Prado y ahora del Museo de Bellas Artes de Bilbao, se enroló en el San Lorenzo de Almagro, junto al Chato Iraragorri y a Lángara, el mejor cañonero de su tiempo. El guipuzcoano Lángara debutó frente a River Plate el mismo día de su llegada a Buenos Aires en barco. Apenas había jugado durante los tres años anteriores, pero en el día de su presentación marcó cuatro goles a River. Me lo solía recordar Alfredo Di Stéfano, que vio el partido desde uno de los fondos. Tenía 13 años. Me juraba que se le veía entre la muchedumbre en la fotografía de El Gráfico que recogía uno de los goles de Lángara.
Seis años después, San Lorenzo de Almagro realizó una larga gira por Europa. En Bilbao fue más emotiva que en ningún otro lado. Zubieta, erigido en capitán del equipo, regresó a España por primera vez. No había podido reunirse con los suyos durante años. El San Lorenzo de Almagro jugó un partido tan brillante en el viejo San Mames que los hinchas del Athletic murmuraron entre ellos una especie de herejía: "Anda, pero si juegan como Panizo". Panizo era el 10 del Athletic, un jugador pensante que chocaba con los gustos britanizantes de la hinchada del Athletic. Se le discutía. Jugaba con una cadencia diferente. No desdeñaba el pase corto. Parecía que tenía un plan secreto en la cabeza, un plan que el público no entendió hasta que San Lorenzo de Almagro lo proyectó frente al Athletic. Aquel equipo impresionante jugaba como el discutido Panizo. Nunca se le volvió a discutir.
Esta derivada me lleva de nuevo a Peñarol. ¿Cómo era posible sentir tanta admiración por equipos a los que no habíamos visto en nuestra vida? Por el carácter mítico y fabulador del fútbol. En aquella época apenas nadie había visto Moreno, Pedernera, Labruna y Loustau, ni a Eric, ni a Walter Gómez, ni a Garrincha, ni a los uruguayos Obdulio Varela y Ghiggia, héroes del maracanazo. Oíamos hablar de ellos como seres fabulosos, y eso le hacía un gran bien al fútbol, porque ahora la tecnología nos priva de la imaginación. Nos vuelve todo demasiado evidente, y al fútbol también. Gana audiencia, pero pierde misterio.
Peñarol era un gigante del fútbol en los años 60. En Suramérica miraba de frente a todos los grandes de Argentina y al deslumbrante Santos de Pelé y Coutinho. Nos llegaban historias de sus grandes jugadores, el ecuatoriano Spencer, el peruano Joya y el centrocampista uruguayo Pedro Rocha. Era tan grande como cualquier de los más grandes de Europa, o quizá más. En aquella época Europa y Suramérica tenían el mismo poder, cosa que no ocurre ahora, por desgracia. Aquella noche del 66, toda España estaba pegada a la radio. Jugaba Peñarol contra el Real Madrid, final de la Copa Intercontinental, el torneo más prestigioso de la época, devaluado ahora como tantas otras cosas en el fútbol, en gran medida por el declive de los equipos suramericanos y el eurocentrismo que domina estos tiempos extremadamente mercantiles.
Escuché el partido por la radio, y como tantos otros críos de mi época me sentí marcado por aquel duelo. De otra manera no podría recordarlo 52 años después. Ganó Peñarol. Nadie se extrañó. El mejor equipo de nuestro continente -el Real Madrid había conquistado la Copa de Europa con su famoso equipo ye ye- era peor que el campeón de Suramérica. Peñarol venció 2-0 en el Centenario de Montevideo y repitió victoria en el Bernabéu. Spencer, un futbolista prodigioso al que nunca vi, pero tengo todo el derecho a imaginarle, marcó tres de los cuatro goles del Peñarol. Para mí es tan mítico como cualquiera de los grandes jugadores que he visto hasta fatigarme, porque esa es otra de las características esenciales del fútbol: su poder de ensoñación.
Mi generación pasó la infancia imaginando a las figuras del fútbol, al misterioso ruso Yashin y al mago brasileño Pelé. No vimos a muchos de ellos, pero les queríamos igual porque nos llegaban noticias de sus hazañas en campos de nombres hermosos: la Bombonera, Centenario, Gasómetros, Parque Patricio, Maracaná, Paicambú...
Tan notable como nuestra adhesión imaginativa resultaba la plasmación de la realidad. Durante años tuvimos que idealizar a estrellas como Pelé. Lo interpretábamos como un genio de recursos imposibles, una deidad amazónica que convertía en tristes humanos a los mejores futbolistas europeos. Pelé era Pelé multiplicado por nuestra desbordante imaginación. Lo más sorprendente es que el Mundial de México, en 1970, confirmó todas nuestras expectativas. Resulta que aquel mago estaba a la altura de nuestros sueños.
A ese tiempo correspondía aquel Peñarol, que por una afortunada coincidencia vestía con los mismos colores del equipo de mi pueblo. No teníamos empacho en llamarnos Peñarol como homenaje a los uruguayos, aunque el Baracaldo nunca ha jugado, ni jugará, en la Primera División. Poco importa, los chiquillos nos sentíamos tan vinculados con el gran equipo uruguayo que nos creíamos importantes. Éramos el Peñarol, nada menos, y con esa divisa podíamos ir confiados a cualquier campo.
Santiago Segurola
• Santiago Segurola es un periodista deportivo español de larga trayectoria en el diario El País de Madrid. También es columnista en la sección deportiva del Diario La Nación de Argentina.